Hambre y saciedad. Sobre la distinción entre información y conocimiento.

En las últimas décadas, o me atrevo a situarlo a mediados del siglo pasado, aunque con mayor énfasis en las décadas que han dado inicio a este siglo, se ha logrado equiparar a dos conceptos disímiles: información y conocimiento. A través de este artilugio de hacer de lo diferente, sinónimo han conseguido que la información sustituya al conocimiento en ámbitos estratégicos y fundamentales. El primer, pero ineludible, ejemplo se halla en la educación escolarizada básica, donde se llama educación a la mera reproducción de información, cimentando desde edades tempranas la indistinción de estos conceptos.
Como filósofos nos corresponde ir descifrando los porqués y cómos, así como poner claridad en qué radica su diferencia y por qué es pertinente saberla. Y es que sospecho que éste no aparenta ser un tema sobre el que urja reflexionar. Como ya he escrito mucho y he dicho poco, haré uso de la analogía para vislumbrar un panorama y definir, aunque de forma indirecta. A esta analogía estaré recurriendo a lo largo del texto. Quiero, con cierta licencia ensayística que sólo el lector considerará si es pertinente al caso o no, afirmar que la información es al conocimiento lo que la comida chatarra es a la alimentación. Si bien alguien puede sobrevivir sólo de comer comida chatarra no tendrá los nutrientes necesarios para subsistir de la mejor forma a largo plazo.
Así con la información, una no padecerá los estragos del hambre y podrá incluso formular opiniones a partir de la información sin por ello jamás verse aludido por completo en el hacer conocimientos o generar un criterio propio o una argumentación sustentable. Quizás hasta parezca irrelevante, pues: cuántas personas han existido sin generar algún avance intelectual y no por ello su existencia o la de la humanidad han visto mermada su supervivencia. El punto está en que al hablar de conocimiento no me estoy refiriendo precisamente a los resultados que éste pueda o no aportar al conjunto de saberes meramente intelectuales. Conocimiento es también el saber del artesano de cualquier tipo que va enseñando a su aprendiz; al saber de la preparación de los alimentos de una cocina en casa tradicional y hasta experimental; los saberes que implican el cuidado de sí y de los otros; los saberes necesarios para la siembra, la cosecha y el cómo llegan los alimentos a nuestro plato; el saber empírico, o no, del construir, ésos son los conocimientos que también la forma de producción actual —no sólo industrializada, sino además ya mecanizada y computarizada— les ha ido colocado una brecha entre los que los poseen y los que no, y esa brecha no hará más que seguir abriéndose en los próximos años.
Pero a todo esto, ¿qué diferencia hay entre conocimiento e información? El conocimiento lleva necesariamente un proceso que involucra al interesado, a quien pretende conocer, además implica un saber modificable mediante la acción de la creatividad y el ingenio. La información no conlleva este proceso porque ya la recibimos procesada y por tanto excluye al receptor. El conocimiento si bien tiene agencia propia permite la libre recepción, concentración y desarrollo, es decir, se puede modificar cuando se adquiere y se aplica. Con la información no se puede hacer mucho más que ampliarla. El conocimiento se puede profundizar y es más, para realmente asentarse es propicio que una se apropie mediante los sentidos y las propias intenciones y cualidades que nos constituyen. Mientras la información, como la comida chatarra, sólo puede absorberse sin aportar; el conocimiento, en cambio, es de lenta digestión y procesamiento, porque en la medida que nutre se ve nutrido por la propia constitución del organismo que transforma las proteínas en aminoácidos, los carbohidratos en energía, etcétera.
Mientras el conocimiento involucra, la información marginaliza. Casi toda la educación escolarizada está enfocada en mantenernos informados y sentir así saciada nuestra hambre de conocer, sin realmente vernos afectados por la educación y cabe, como siempre, preguntarse el porqué este empeño por mantenernos al margen del conocer: es sencillo, conocer implica tiempo, un proceso que ni el Estado ni el ajetreo de la vida actual nos permite tomarnos. Además el conocimiento ha sido usado como un instrumento para mantener las brechas entre unos individuos y otros. Es decir, el conocimiento constituye como muchas otras cosas un privilegio de difícil acceso. Mi generación, por ejemplo, creció acercándose a la tecnología —mientras la tecnología se acercaba a nosotros— muchas veces a través de las computadoras y aunque parece insignificante, el que las generaciones siguientes sólo se relacionen con la tecnología por medio de smartphones y tablets creó una brecha significativa con respecto a los conocimientos de unos y otros en cuanto a autonomía tecnológica. La facilidad de los entornos ya bien ingeniados con todas las aplicaciones instaladas o por instalar en unos cuantos movimientos en lo que en desarrollo se llama “intuición del usuario”, con interfaces muy amigables y bien resueltas han permitido que el conocimiento adquirido en las horas de explorar una computadora, buscando cómo cambiar un tema, explorando entre menús no tan amigables por horas que permitían un entendimiento más completo y orgánico de los entornos tecnológicos quedara obsoleto frente a la fácil disposición de las interfaces actuales. Y es que en cuestión de comodidad, la información tiene una enorme ventaja frente al conocimiento. Pero, mientras en una computadora, una es libre de moverse a su antojo —y cada vez menos, dependiendo del sistema operativo de preferencia, aunque con Linux eso nunca es un problema—, modificar a antojo el código fuente de algunos programas, acomodar ciertos parámetros de comportamiento, eludir candados y personalizar los espacios gráficos hasta la saciedad, por decir algunas cosas básicas en una computadora; en un smartphone o tablet es complicadísimo que el usuario siquiera lo intente, y por qué tomarse la molestia de desentrañar el funcionamiento de un sistema operativo cuando el aparato te da todo resuelto o accesible mientras pagues ciertas cantidades. Estos sistemas son entornos fáciles a la hora de usarlos tal y como las empresas proveedoras esperan que los uses, pero hostiles a la hora de querer modificarlos más profundamente, impiden un conocimiento del curioso de los códigos con restricciones y candados e incluso usan a los virus —y eso incluye a los antivirus— como armas que disuaden al usuario de comportarse de modos no aprobados. Porque mientras las viejas computadoras requerían de un conocimiento básico para ser usadas e ir profundizando ese conocimiento para personalizarlas a un grado aceptable y definido por cada quien, las tecnologías actuales se empeñan en mantenernos cada vez más al margen del desarrollo de sus nuevos programas y códigos fuente.
El acceso a la información no le causa problema al sistema, porque esto nos da la sensación de saber, de estar en posesión de algo sin realmente poseerlo. Esto además a dado un giro al entendimiento del propio sistema respecto al consumir sin adquirir propiedad sobre objetos, pero manteniendo la sensación en el consumidor de haber adquirido algo. Esto es una posesión desposeída que nos mantiene llenos de todo y a la vez vacíos y desprovistos de contenido substancioso. Este sistema nos permite andar por la vida como si estuviéramos mejor alimentados que en ninguna otra época, pero siendo a la vez los humanos más desnutridos y famélicos de la historia. El conocimiento se ha ido constituyendo como un valor cada vez más caro e inaccesible y a las mayorías se les marginaliza cada vez más de su acceso, mientras se llena el estómago de información.

—Abril Xilonen Noriega Vivanco—

La universidad como comunidad de cultura

La definición de Caso es extremadamente precisa y clara. No se refiere a un desideratum, sino a un hecho: desde 1911 «la Universidad de México es una comunidad cultural de investigación y enseñanza». Fiel seguidor del ideal universitario defendido por Justo Sierra, Caso concibe a la Universidad Nacional de México como una comunidad de cultura, diferente de las universidades medievales y de la extinta Pontificia Universidad Mexicana. Desde una fecha temprana, advierte que la Universidad recientemente fundada, no es un cuerpo con miembros separados. En las escuelas que la constituyen —la Preparatoria, la de Jurisprudencia, la de Medicina, la de Ingenieros, la de Bellas Artes y la de Altos Estudios— existe la unidad de acción, la simpatía de los grupos, la integridad del pensamiento y la mayor reciprocidad entre todas «las ramas de la actividad intelectual verdaderamente independiente». En ella tiene lugar el esfuerzo orgánico y creador. Caso, por afecto a las profecías, vaticina entonces que tales escuelas, constituyentes ya de una persona moral sui iuris, serán una verdadera comunidad. «Llegarán de fijo en alguna ocasión a imponerse a la sociedad mexicana como elementos de un mismo instituto coherente y vigoroso, y los cambios políticos no afectarán para nada la marcha regular de educación superior».

Rafael Moreno

Tomado de: La Universidad de Antonio Caso: comunidad de cultura libre, pp. 13-14.

Cátedras por jubilación

Al parecer, antes de 1727, el claustro universitario había solicitado al rey que en México se implantara el procedimiento salmantino de sustitución de catedráticos jubilados. Según un informe del secretario de la Universidad de Salamanca, cuando se daba una jubilación, entraba como regente o lector de la cátedra correspondiente el catedrático inmediato anterior en jerarquía, conservando este último el mismo salario de la cátedra que dejaba. Este procedimiento no incluía ya ninguna oposición de por medio. Cuando el jubilado moría, el regente se convertía entonces en pleno propietario. En 1727, llegó a México la real cédula que aprobaba la petición del claustro.

RODOLFO AGUIRRE SALVADOR

Tomado de: “¿Escalafón u oposición? El ascenso a las cátedras jurídicas en el siglo XVIII”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 69.

El monopolio de la colación de los grados académicos

Uno de los rasgos que distinguieron a la universidad moderna fue el monopolio de la colación de los grados académicos. Éstos no sólo daban constancia de la posesión de un conocimiento, sino también de la pertenencia a la corporación universitaria, lo que otorgaba a sus miembros privilegios y una jurisdicción especial.

Leticia pérez Puente

Tomado de: «Las cátedras de la Universidad de México: entre estudiantes y doctores», en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 15.

Una serie de pequeños enigmas…

Hoy sabemos que los jóvenes novohispanos podían estudiar tanto en la universidad, como en los colegios y con profesores privados, pero no resulta claro cuándo se graduaban, de dónde provenían, en qué época del año viajaban y qué rutas tenían que seguir para llegar a la ciudad de México, graduarse y, en algunos casos, continuar obteniendo grados universitarios.

Adriana Álvarez Sánchez

Tomado de: “La población de bachilleres en Artes de la Universidad mexicana (1701-1738)”, en Enrique González González, Mónica Hidalgo Pego y Adriana Álvarez Sánchez (coords.), Del aula a la ciudad. Estudios sobre la universidad y la sociedad en el México Virreinal, p. 23.

El catedrático universitario de la Nueva España

El catedrático universitario de la Nueva España fue un personaje que gozó de un gran prestigio durante su época. En 1553, la Real Universidad de México inició sus lecciones con un grupo heterogéneo de profesores, nombrado directamente por las autoridades virreinales. Sin embargo, las primeras generaciones de graduados universitarios, conforme surgieron, buscaron colocarse en las cátedras de sus facultades de origen, como una primera ocupación profesional. En España, la cátedra universitaria tradicionalmente era la antesala de puestos en la administración real o para obtener beneficios eclesiásticos. En el ámbito novohispano la situación no fue diferente y las cátedras adquirieron también ese carácter utilitario. Por consiguiente, el nombramiento de catedráticos se convirtió en un aspecto importante de la vida académica de la Universidad, sobre todo para aquellos graduados con intenciones de promoverse por medio de la docencia.

Rodolfo Aguirre Salvador

Tomado de: “¿Escalafón u oposición? El ascenso a las cátedras jurídicas en el siglo XVIII”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 61.

La universidad como persona moral y comunidad de cultura

En 1933, al igual que Lombardo, Caso consideró correcto que la Universidad tuviera su propia personalidad, distinta a la de los individuos que la formaban. En efecto, la Universidad es una persona moral con capacidad jurídica para cumplir fines de cultura y para adquirir los bienes que a ello conduzcan. Esta persona moral está formada por una comunidad de alumnos, investigadores, maestros, directores y el rector. En la Universidad de México, todos los intereses individuales se subordinan al interés comunitario. Afirma Caso: «todos no subordinamos a los planes de nuestro instituto y lo tomamos como norte y guía de la acción de la comunidad de cultura a la que pertenecemos». Es esta situación la que define a la Universidad como una comunidad, cuya esencia consiste «en la subordinación del interés individual a interés del grupo (175)». Se entiende ya por qué Caso insiste en su concepto fundamental de concebir a la universidad como una comunidad de cultura, es decir, que «su esencia es ser comunidad y serlo de cultura» (175). Adviértase que las universidades de París, Bolonia, Salamanca, la misma Real y Pontificia de México fueron declaradas universidades de maestros y alumnos. Caso prefiere llamar a la universidad mexicana comunidad para la cultura, esto es, para la ciencia, con los alcances que veremos.

RAFAEL MORENO

Tomado de: La Universidad de Antonio Caso: comunidad de cultura libre, pp. 14-15.

Sobre los grados académicos de la universidad novohispana

Dentro de la Universidad de México los grados académicos eran de dos tipos: los menores —de bachiller— y los mayores —de licenciado, maestro o doctor—,1 y todos se podían obtener en las facultades de Artes, Teología, Cánones, Leyes y Medicina. El término ‘bachiller’ hace referencia al grado menor otorgado por las universidades en cualquiera de sus facultades; en la de Artes, este grado se adquiría oyendo lecciones dentro de la Universidad;2 en las restantes facultades, para el grado de bachiller, era necesario hacer una serie de cursos. En cambio, los grados mayores de licenciado y doctor no requerían de cursos, sino de un tiempo de pasantía después de haber adquirido el de bachiller y la realización de algunos actos académicos.

LETICIA PÉREZ PUENTE

Tomado de: «Las cátedras de la Universidad de México: entre estudiantes y doctores», en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 15.

Notas:

1 Es importante hacer dos aclaraciones: primero, en la Facultad de Artes el grado mayor era el de maestro, mientras que en Cánones, Leyes, Teología y Medicina era el de doctor; segundo, en estas últimas facultades, el grado de maestro que ostentaban los frailes era equivalente al de doctor. Para mayor claridad sólo nos referiremos como maestros a los que lo eran en la Facultad de Artes. [Nota de la autora]

2 Otra forma de adquirir grados en esta Facultad era «por suficiencia», lo que al parecer implicaba haber hecho estudios en otra institución. Un ejemplo de esto se daría con los miembros de las órdenes regulares y con los estudiantes de los colegios de la Compañía de Jesús, quienes tomaban cursos ya en sus conventos, ya en los colegios, y acudían a la Universidad para que ésta les otorgara el grado de bachiller. Sin embargo, actualmente han surgido algunas dudas sobre esta cuestión. Mauricio Casas, becario del CESU, prepara actualmente en su tesis de licenciatura un estudio sobre el tema. [Nota de la autora]

Algunas ventajas del grado de bachiller

La real Universidad de México tenía el privilegio de otorgar el grado menor de bachiller y los mayores de licenciado, maestro y doctor en todas sus facultades: artes, teología, cánones, leyes y medicina […] Con el fin de que se comprenda el significado del grado de bachiller en el marco universitario y novohispano, es necesario aclarar algunos puntos. En primer lugar, este grado era el único que requería aprobar los cursos ordenados por los estatutos, lo cual se conseguía asistiendo a las lecturas de las respectivas cátedras. Segundo, es importante señalar que este grado certificaba la capacidad docente de un individuo. Tercero, la obtención de un bachillerato era el inicio en la carrera por los grados, ya que éste era un requisito para llegar a ser licenciado, maestro o doctor. Cuarto, la universidad otorgaba derechos a sus graduados para participar en el gremio universitario. Y finalmente hay que considerar que el hecho de contar con el grado de bachiller era útil en la promoción laboral al exterior de la universidad.

ADRIANA ÁLVAREZ SÁNCHEZ

Tomado de: “La población de bachilleres en Artes de la Universidad mexicana (1701-1738)”, en Enrique González González, Mónica Hidalgo Pego y Adriana Álvarez Sánchez (coords.), Del aula a la ciudad. Estudios sobre la universidad y la sociedad en el México Virreinal, p. 24.

Las oposiciones por cátedras y la junta especial de 1676

A finales del siglo XVI, el arzobispo Moya de Contreras impulsó el procedimiento de nombrar a los catedráticos mediante concursos de oposición y voto de los estudiantes, tal y como se hacía en las universidades españolas. Las oposiciones por cátedras se consolidaron, y, para el siglo XVII, eran reguladas en forma minuciosa por las constituciones universitarias. No obstante, durante la realización de los procesos de provisión de cátedras, la fase de votación para elegir al nuevo catedrático sería el motivo de mayor controversia hasta 1676. En ese año, el rey ordenó la creación de una junta especial que se encargaría de realizar las votaciones, en lugar de los estudiantes, para elegir al nuevo catedrático en cada concurso. La medida se tomó como solución al problema de la votación de los estudiantes, quienes daban sus votos a determinados opositores según intereses muy particulares, y no estrictamente académicos.

Así, luego de varias consultas hechas a las máximas autoridades novohispanas, el rey decidió nombrar a ocho jueces para dicha junta: el arzobispo de México, como presidente; el oidor más antiguo, el inquisidor y el decano, el deán del cabildo de México, el rector de la Universidad, el maestrescuela, el catedrático de prima y el decano de la facultad correspondiente. De esa manera, la designación de los profesores salió del control de la corporación universitaria y, desde fines del siglo XVII, nuevos criterios sirvieron para la provisión de las cátedras.

RODOLFO AGUIRRE SALVADOR

Tomado de: “¿Escalafón u oposición? El ascenso a las cátedras jurídicas en el siglo XVIII”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 62.

La universidad como comunidad de libre orientación

De la concepción de la universidad como comunidad, Caso, por el contrario, deduce abiertamente la comunidad libre de orientación. «Por lo tanto jamás preconizará oficialmente, como persona moral, credo alguno filosófico, social, artístico o científico» (180). La oposición aparece rotunda. Caso se opuso a la tesis de que «la universidad ha de tener un credo o una posición, o una declaración de doctrina». «Votaré siempre en contra», dijo, porque la concepción de la universidad como persona moral repudia el patrocinio de toda tesis, credo y doctrina (181). «Como persona moral nuestra universidad no ha de preconizar un credo definido, jamás» (215) y, en consecuencia, si cada profesor es dueño de «exponer libre e inviolablemente sus ideas» (215). Convicción bifronte la de Caso: por un lado, la Universidad no tiene, y no puede tener, una doctrina propia, obligatoria para todos sus miembros; por otro lado, los universitarios ejercen el derecho de exponer sus ideas personales.

RAFAEL MORENO

Tomado de: La Universidad de Antonio Caso: comunidad de cultura libre, pp. 15-16.

Concursos por las cátedras universitarias

Tradicionalmente, y en universidades como la de París, durante el periodo de pasantía (esto es, los tres o cuatro años posteriores a la adquisición del grado de bachiller) los estudiantes tenían la obligación de retribuir lo que se les había enseñado, dando a su vez lecciones y convirtiéndose así en catedráticos por el tiempo que duraba la obligación. Con ese uso, la universidad se proveía de catedráticos, sin necesidad de pagarles un salario para el cual carecía de recursos. Esta práctica cayó en desuso a medida que, en algunas instituciones, se lograba encontrar financiamiento regular para catedráticos «profesionales», por llamarles de algún modo, quienes al recibir una paga de la universidad u otra instancia, garantizaban mejor la continuidad de los cursos. En las corporaciones donde se llegó a contar con catedráticos «asalariados», como la de México o Salamanca, la propia comunidad desarrolló mecanismos para proveer a la persona que se ostentaría como lector. el procedimiento más frecuente fue el de que un grupo de aspirantes, graduados y no graduados, concursaran entre sí para adquirir una cátedra. Los mecanismos y requisitos para obtenerla variaron con el paso del tiempo y de una universidad a otra.

LETICIA PÉREZ PUENTE

Tomado de: «Las cátedras de la Universidad de México: entre estudiantes y doctores», en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 16.

Razones sobre el incremento de los bachilleres artistas

Con la intención de dar una idea de la dimensión de esta facultad, iniciaré con el conteo general de los graduados menores en artes de la Real Universidad de México. El total de individuos que obtuvieron el grado menor en artes en el periodo 1701-1738 es de 4727, número que por sí mismo no nos dice nada. Sin embargo, si comparamos esta cantidad con la de los graduados durante el siglo XVI, el dato tomará una dimensión distinta. Armando Pavón ha realizado el recuento general de los grados de bachiller en la universidad mexicana durante los primeros cincuenta años de su existencia: en este periodo, ha encontrado 947 graduados en todas las facultades. De estos casi mil bachilleres, el número de artistas es de 438. Ese dato evidencia la dimensión de la facultad menor del Estudio General en sus primeros años. Para el siglo XVIII, se cuenta con el índice completo de los libros de pago de derechos, en los cuales se registraba la cantidad abonada por cada uno de los estudiantes para graduarse. En total, se han contado 4 732 bachilleres artistas. Estos datos muestran el crecimiento en el número de graduados universitarios en la facultad menor a lo largo del tiempo.

La población de graduados menores de la universidad en el siglo XVIII tendió a crecer, pero esto sucedió en unas facultades más que en otras. De los 5 951 grados de bachiller que la universidad otorgó desde 1701 y hasta 1738, 80% fueron en artes, y en las cuatro facultades mayores se otorgó 20% restante de los grados […] Con los datos anteriores queda bastante claro que la facultad de artes era la que graduaba a más estudiantes en la universidad. Pero, ¿cuáles fueron las razones para que esto sucediera?

ADRIANA ÁLVAREZ SÁNCHEZ

Tomado de: “La población de bachilleres en Artes de la Universidad mexicana (1701-1738)”, en Enrique González González, Mónica Hidalgo Pego y Adriana Álvarez Sánchez (coords.), Del aula a la ciudad. Estudios sobre la universidad y la sociedad en el México Virreinal, pp. 25-26.

El valor de los concurso de oposición por cátedras

Los concursos de oposición para designar nuevos catedráticos eran importantes —desde varios puntos de vista— para quienes se presentaban a opositar. La carrera en la Universidad se nutría en buena medida de estas oposiciones. El hecho de opositar otorgaba al graduado varios beneficios, tanto dentro como fuera de la Universidad. En tanto no se definiera la trayectoria profesional definitiva, para el recién graduado era importante opositar, pues así comenzaba a sumar méritos académicos, que le redituarían reconocimiento para futuras oposiciones, ya fuesen para obtener cátedras, o bien beneficios eclesiásticos como curatos o prebendas en los cabildos catedralicios. Las relaciones de méritos presentadas enlistan por igual tales participaciones académicas. Además, las oposiciones a cátedra formarían parte de futuros memoriales individuales, enviados a España, para efectos de promoción. Por otro lado, la oposición por sí misma constituía un rasgo de capacidad académica que daba a la persona un prestigio del que carecían el resto de los graduados […] Una tercera razón para opositar era, por supuesto, iniciar la carrera docente. Varios individuos que llegaron a ser catedráticos, tuvieron antes que hacer una verdadera carrera de «opositor», consistente en presentarse a cuanto concurso se abriera en su facultad. La antigüedad en las oposiciones confería amplias posibilidades de llegar a ser catedrático y constituía también un mérito. Las constituciones de la Universidad otorgaban al bachiller, por el solo hecho de serlo, la oportunidad de concursar por la obtención de las cátedras de su facultad.

RODOLFO AGUIRRE SALVADOR

Tomado de: “¿Escalafón u oposición? El ascenso a las cátedras jurídicas en el siglo XVIII”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, pp. 63-64.

Una comunidad universitaria para enseñar e investigar

Ninguna duda cabe en el propósito de transmitir el conocimiento por la enseñanza. Pero debe saberse en qué consiste éste. Caso afirma que el objeto de la enseñanza es la ciencia que está en constante elaboración. La investigación cobra un lugar de privilegio. «Como somos una institución de investigación y enseñanza, sólo enseñamos aquello que investigamos» (177). En la cátedra, pues, no repite el profesor un conocimiento acabado y perfecto al cual ninguna cosa añada; al contrario, el profesor busca el conocimiento que no se sabe, investiga la verdad no hecha, y eso transmite. Casi invariablemente, Caso piensa que la verdad no es definitiva ni estática. La verdad para él siempre es un hacerse. La atracción ejercida por la filosofía estriba, más que en los resultados, en la investigación, en el acto de meditar. Ya en en 1911 aseguraba con su maestro Justo Sierra que «la enseñanza superior a la vez productora y propagadora de las ciencias», está destinada a instaurar el espíritu de investigación. En el año de 1936, al publicar La filosofía de la cultura y el materialismo histórico, recogerá su intermitente juicio sobre la academia platónica como modelo de la cátedra universitaria. Para él, toda cátedra es un coloquio entre maestros y discípulos; la meta final de la discusión académica es la consecución de la verdad.

RAFAEL MORENO

Tomado de: La Universidad de Antonio Caso: comunidad de cultura libre, pp. 22-23.

El fin de las universidades como corporaciones de estudiantes

Los catedráticos «asalariados», lo fuesen temporalmente o de forma vitalicia, aparecieron inicialmente en aquellas universidades constituidas por corporaciones de estudiantes, como la de Bolonia, Salamanca y Lérida (al momento de su fundación, la de México seguiría esta misma modalidad). Al estar constituidas las corporaciones por estudiantes, resultaba lógico que fuesen los propios escolares, conducidos por el claustro de consiliarios y mediante votación, quienes determinarán a quién proveer una cátedra. Sin duda por esto mismo era frecuente que entre los aspirantes o ocuparla se contasen estudiantes y bachilleres al lado de licenciados y doctores; no obstante, con el paso del tiempo, los estudiantes bachilleres fueron perdiendo prerrogativas en favor de los doctores y catedráticos. Este fenómeno varió según la universidad y el momento; pero, finalmente, los estudiantes propendieron a perder sus antiguos lugares como miembros protagónicos de la corporación.

LETICIA PÉREZ PUENTE

Tomado de: “Las cátedras de la Universidad de México: entre estudiantes y doctores”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 16.

Sobre el éxito del bachillerato en artes

Como se puede observar, existe una clara diferencia en la demanda de grados menores en las cinco diferentes facultades, las razones pueden hallarse tomando en cuenta varios elementos. Por una parte, la existencia de otras instituciones en las que se enseñaba artes o filosofía está directamente relacionada con el aumento de los grados de bachiller durante los tres siglos coloniales. Por otra parte, el hecho de que los artistas fueran la población mayoritaria de graduados está relacionado con que varias de las instituciones de la época establecieron como requisito para servir cargos en ellas tener al menos un grado universitario. Rodolfo Aguirre afirma que «con el grado de bachiller en artes el individuo podía ejercer alguna profesión u ocupación en su lugar de origen, como los curatos, con los cargos adyacentes de juez eclesiástico o comisario del Santo Oficio, o bien, cargos menores en los ayuntamientos» (Aguirre, 2003: 75). Por ejemplo, un artista podía servir el cargo de secretario en el cabildo de una ciudad.

También se podría señalar que para el siglo XVIII estaba bien establecida la modalidad de graduarse por «suficiencia», que era una opción más corta que llamada por «cursos». La primera implicaba aprobar dos cursos, lo que podría retrasar la obtención del grado. Aunque graduarse por cursos era más barato, la costumbre era la de obtener el grado por suficiencia.

Finalmente, y quizá en menor medida pero relacionado con lo anterior, el elemento económico influyó en la obtención del bachillerato en artes, ya que el monto que había que pagar por él no aumentaba significativamente el costo de la carrera de un universitario; por contra, le reportaba mayores posibilidades de colocación. Era común que los canonistas se hubieran graduado en artes con anterioridad, aunque este grado no fuera obligatorio para ingresar a dicha facultad mayor, como en el caso de teología y medicina.

ADRIANA ÁLVAREZ SÁNCHEZ

Tomado de: “La población de bachilleres en Artes de la Universidad mexicana (1701-1738)”, en Enrique González González, Mónica Hidalgo Pego y Adriana Álvarez Sánchez (coords.), Del aula a la ciudad. Estudios sobre la universidad y la sociedad en el México Virreinal, p. 26-27.

Las instituciones de la educación colonial

Dentro de la educación colonial coexistieron, de manera nada fácil, dos tipos de instituciones, la Real Universidad y los colegios, ambas con características aspiraciones y prerrogativas propias, las cuales suscitaron conflictos de diversa índole entre ellas; sin embargo, llegaron a tomar acuerdos que lograron salvar sus diferencias. Ahora bien, los problemas que me interesa resaltar aquí son dos: los cursos tomados en las instituciones fuera de la Universidad, y el monopolio universitario de los grados.

Mónica Hidalgo Pego

Tomado de: “Los colegiales novohispanos y la Real Universidad de México. 1732-1757”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 93.

Defensa de la libertad universitaria como una actitud de existencia…

Las tesis de Caso serían una simple reflexión sobre la vida intelectual superior, y no una actitud de existencia, si no las expresara para explicar la cultura de la universidad. A ésta compete enseñar e investigar la cultura, perseguir la verdad y, por lo tanto, no apropiarse de una verdad y afirmarla como la única válida. Tesis que resulta del todo opuesta a la de Lombardo, quien da a la universidad la obligación de sostener una sola verdad, la verdad del materialismo histórico […] Enriquecía Caso su concepción de la comunidad para la cultura, la misma que ha de enseñarse e investigarse, repitiendo que la libertad es la respiración del pensador. En su concepto, pensamiento y libertad se unifican […] Firme convicción suya fue que la cultura nace de la rebeldía y que mientras haya «un pensador sincero, es decir, un rebelde, no desaparecerá el señuelo de la libertad en la conciencia de los individuos y las naciones» (219) […] Desde semejantes posiciones considera a la universidad en su carácter de creadora de la cultura. En vista de que ésta se hace con libertad completa y de que no se selecciona a priori un valor sobre otro, las casas de estudio han de abrir de par en par «las puertas de estudio al conocimiento, a la investigación, a la verdad y a la enseñanza» (180).

RAFAEL MORENO

Tomado de: La Universidad de Antonio Caso: comunidad de cultura libre, p. 24-26.

Tipos de cátedras en la universidad novohispana

Para el siglo XVII, la Universidad de México contaba con las facultades de Teología, Cánones, Leyes, Medicina y Artes, las cuales constituían corporaciones menores en el seno de la Universidad. En cada una de estas facultades había cátedras vitalicias o de propiedad, y cátedras de sustitución, es decir, aquellas que aun siendo de propiedad vacaban cuadrienalmente por jubilación del propietario. Estas cátedras eran leídas entonces por un sustituto y eran proveídas cada cuatro años hasta la muerte o renuncia del titular.

Al finalizar el siglo XVI la Universidad tenía 13 cátedras de propiedad y seis temporales, distribuidas según comprueba el cuadro 1 (que incluye, además, el salario de los catedráticos).

LETICIA PÉREZ PUENTE

Tomado de: “Las cátedras de la Universidad de México: entre estudiantes y doctores”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, pp. 18-19.

Diversidad de instituciones dedicadas a la enseñanza de artes

Finalmente, y ante todo, la existencia de otras instituciones en la se impartían estudios en esta materia es otro factor que contribuyó al aumento de los bachilleres en artes. Entre estas instituciones pueden mencionarse los colegios, los conventos, los seminarios tridentinos y los estudios privados. Si bien no en todas las instituciones se ofrecían estudios de filosofía, lo cierto es que permitieron a muchos jóvenes continuar con su educación. Además, la disciplina que los colegiales debían acatar en esta residencias era considerada como parte de su educación. Según Mónica Hidalgo Pego, entre 1700 y 1767, existían 43 instituciones en las que se enseñaban artes.

ADRIANA ÁLVAREZ SÁNCHEZ

Tomado de: “La población de bachilleres en Artes de la Universidad mexicana (1701-1738)”, en Enrique González González, Mónica Hidalgo Pego y Adriana Álvarez Sánchez (coords.), Del aula a la ciudad. Estudios sobre la universidad y la sociedad en el México Virreinal, p. 29.

La universidad y las órdenes mendicantes

Las órdenes mendicantes no tuvieron desaveniencias con la Universidad ya que reconocieron su derecho a otorgar grados, e incluso participaron activamente con la corporación, acataron sus disposiciones, «se matricularon en sus cursos, recibieron grados, rigieron sus cátedras, participaron en los claustros, etcétera» (Ramírez González, 1993: 72).

MÓNICA HIDALGO PEGO

Tomado de: “Los colegiales novohispanos y la Real Universidad de México. 1732-1757”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 93.

Artes y bachilleres

El carácter de facultad menor que tuvo Artes, y las posibilidades que ofreció de llegar a ser catedrático a quien sólo hubiera cumplido con un mínimo de requisitos, influyeron, por supuesto, en el número de sus opositores; a esto se añade que, para poder cursar en las facultades de Teología y Medicina, fuera requisito haber cursado Artes. Así, tanto los antiguos y prestigiados doctores de Medicina y Teología —quienes obligadamente contaban con el grado de bachiller en artes—, como todos aquellos bachilleres que acababan de terminar sus cursos en la Facultad de Artes, podían presentarse en ella a opositar por una cátedra.

LETICIA PÉREZ PUENTE

Tomado de: “Las cátedras de la Universidad de México: entre estudiantes y doctores”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 25.

Procedencia de los bachilleres artistas

La ciudad de México era la capital del Virreinato de la Nueva España y, por lo tanto, resulta obvia su presencia como principal lugar de donde provenían los graduados artistas, ya que en ella funcionaban al menos doce centros educativos. En segundo lugar se encuentra Puebla de los Ángeles, que para esta época era la segunda ciudad novohispana en orden de importancia, como centro textil, y para finales del siglo XVIII, como centro especializado en la manufactura de manta de algodón, curtidurías de cuero y producción de jabones. También era una ciudad que albergaba seis colegios. En cuanto a Oaxaca y Guadalajara, ambas eran sedes episcopales. En la primera se producía algodón y se manufacturaban grandes cantidades de manta, mientras que Guadalajara era también una ciudad mercantil. En ambas se establecieron colegios jesuitas, tridentinos y agustinos que proporcionaban una opción para quienes pudieran estudiar. Por su parte, Querétaro era un centro textil con grandes extensiones dedicadas al ganado ovino, además de que en ella se manufacturaban cigarros puros en varias fábricas; es considerada la tercera ciudad en importancia en la Nueva España en esta época, y como tal, albergaba cuatro centros educativos.

ADRIANA ÁLVAREZ SÁNCHEZ

Tomado de: “La población de bachilleres en Artes de la Universidad mexicana (1701-1738)”, en Enrique González González, Mónica Hidalgo Pego y Adriana Álvarez Sánchez (coords.), Del aula a la ciudad. Estudios sobre la universidad y la sociedad en el México Virreinal, pp. 31-32.

Participación de los regulares en las cátedras

La participación de los regulares en las cátedras universitarias pasó por tres etapas. La primera se dio en el momento de la fundación de la Universidad: «los frailes fueron elegidos para regir los cursos de teología, mientras el de artes se otorgó a un secular» (Ramírez González, 1993: 158). En la segunda etapa, los regulares retomaron la lectura de ambas facultades; pero poco a poco tuvieron que compartirlas con otros lectores. Finalmente, en la tercera etapa, las cátedras de artes fueron ocupadas por los seculares, quienes las compartieron con los mercedarios a partir del siglo XVII. En cuanto a las demás órdenes, los agustinos se apropiaron de la sagrada escritura, para los dominicos se creo la cátedra de Santo Tomás en 1617 y para los franciscanos la de Duns Escoto en 1662.

MÓNICA HIDALGO PEGO

Tomado de: “Los colegiales novohispanos y la Real Universidad de México. 1732-1757”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 93.

El voto estudiantil en la provisión de cátedras

Además de las calidades, los votantes debían reunir una serie de requisitos, como ser estudiantes mayores de catorce años, y que estuvieran matriculados como oyentes en la facultad a la que pertenecía la cátedra. Ante esto, tenemos que podían ser votantes los bachilleres que tuvieran esa condición desde varios años antes. Las constituciones de Palafox, redactadas en 1645, sugieren que esto pudo haber sido una costumbre arraigada, o un abuso caracterizado, al especificar que los estudiantes votantes debían tener un curso jurado antes del tiempo de la vacante; esto es, tenían que ser cursantes activos. Además no podían tener derecho a voto los que tuvieran ocho años matriculados en teología; ocho y medio en cánones y leyes, y seis años en artes, aunque se graduaran de bachilleres en cualquier tiempo y facultad.

LETICIA PÉREZ PUENTE

Tomado de: “Las cátedras de la Universidad de México: entre estudiantes y doctores”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, pp. 28-29.

Estudiantes fuera donde fuera…

Un estudiante no tenía por qué serlo en la universidad: podía realizar sus estudios en otras instituciones donde impartieran cursos, en este caso, de artes. El 34% de los bachilleres realizó sus estudios en la universidad, mientras que 57% lo hizo en otros centros educativos; de 9% restante no consta la institución de procedencia.

ADRIANA ÁLVAREZ SÁNCHEZ

Tomado de: “La población de bachilleres en Artes de la Universidad mexicana (1701-1738)”, en Enrique González González, Mónica Hidalgo Pego y Adriana Álvarez Sánchez (coords.), Del aula a la ciudad. Estudios sobre la universidad y la sociedad en el México Virreinal, p. 32.

El monopolio de los grados

Por su parte, la relación entre la Compañía de Jesús y la Real Universidad de México, tomó otro curso. Los jesuitas cuestionaron «la existencia misma de la Universidad en cuanto único centro reconocido para graduar» (Ramírez González, 1993: 73). Así, entre 1575 y 1579 se entabló una seria disputa entre ambas corporaciones por el monopolio de los grados y la impartición de los cursos. aunque la Universidad no reconoció abiertamente la impartición de los cursos jesuitas, en la práctica el conflicto se solucionó de la siguiente forma: la Universidad logró el reconocimiento como única institución autorizada para otorgar grados, me¡ientras que a los jesuitas se les permitió impartir cursos en sus colegios y éstos sólo fueron reconocidos en la medida en que fueron presentados ante las autoridades universitarias correspondientes. Estas medidas también fueron aplicadas para los estudiantes de los seminarios agregados a las catedrales.

MÓNICA HIDALGO PEGO

Tomado de: “Los colegiales novohispanos y la Real Universidad de México. 1732-1757”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, pp. 93-94.

El voto activo de los estudiantes

Esta disposición sobre el tiempo que un estudiante se podía mantener como votante activo posee un gran interés: primero pone de manifiesto explícitamente la intención de evitar la corrupción en las votaciones, y luego nos delimita de forma implícita quiénes eran considerados plenamente como estudiantes. Intentemos un conteo según lo expuesto por Palafox; supongamos que la primera matrícula se establece a los catorce años, sumémosle cuatro años de cursos y cuatro más de una pasantía, con lo que tenemos los ocho años de los que habla Palafox, y a un estudiante de veintidós años en promedio. Así, se pretendía evitar que anquilosados bachilleres (que hoy en día, al menos en México, llamaríamos «fósiles») fueran votantes y controlaran la provisión de las cátedras.

LETICIA PÉREZ PUENTE

Tomado de: “Las cátedras de la Universidad de México: entre estudiantes y doctores”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 29.

La carrera de los bachilleres artistas

Aunque pocos fueron los bachilleres en artes que continuaron obteniendo grados universitarios, es interesante conocer cuáles fueron las carreras que éstos realizaron dentro del Estudio.

La universidad novohispana, como otras de su tipo, era un espacio que ofrecía la posibilidad a sus miembros de unirse a la corporación, ya fuera como secretarios, consiliarios, catedráticos, e incluso como rectores. Pero, ¿cuáles eran las estrategias que estos universitarios utilizaron para alcanzar estos cargos? Este hecho tuvo relación con factores tanto institucionales como de relaciones personales.

La permanencia de los universitarios en la corporación les permitía consolidar sus carreras en la medida en que pudieran obtener otros grados. Así, 14% de la población total de bachilleres artistas decidió seguir en la carrera por los grados en las facultades de artes, teología y medicina.

ADRIANA ÁLVAREZ SÁNCHEZ

Tomado de: “La población de bachilleres en Artes de la Universidad mexicana (1701-1738)”, en Enrique González González, Mónica Hidalgo Pego y Adriana Álvarez Sánchez (coords.), Del aula a la ciudad. Estudios sobre la universidad y la sociedad en el México Virreinal, p. 49.

El privilegio de la graduación

[…] los estudiantes interesados en seguir la carrera universitaria, necesitaban de los grados otorgados por la Real universidad de México. Todo aquel que tuviera dichas pretensiones estaba obligado a matricularse en la corporación y así gozar del privilegio de la graduación.

MÓNICA HIDALGO PEGO

Tomado de: “Los colegiales novohispanos y la Real Universidad de México. 1732-1757”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 94.

La corporación de estudiantes vs. la universidad de doctores

El sistema de provisión de cátedras se mantuvo, entonces, como un arma política para la Universidad, pero no por ello quedó fuera del proceso de consolidación del poder doctoral. Los estudiantes no tenían la madurez que se requería para elegir a los catedráticos y la corrupción del sistema por medio de la compra de votos había llegado a grados alarmantes. En consecuencia, y siguiendo la tendencia de jerarquización del gobierno universitario, en 1976 fue anulado el voto estudiantil en las provisiones de cátedras y se instauró una junta que en adelante se haría cargo de designar a los lectores. La junta, que se reunía en las casas arzobispales, estaba presidida por el arzobispo de la catedral Metropolitana, y compuesta por el oidor y el inquisidor más antiguos, el rector de la Universidad, el maestrescuela, el deán del cabildo, el catedrático de prima y el decano de la facultad en la vacara la cátedra. La universidad de doctores conseguía así el último de los espacios donde se había mantenido la tradición medieval de una corporación de estudiantes: aquél por el cual se designaba a los nuevos lectores de estudio.

LETICIA PÉREZ PUENTE

Tomado de: “Las cátedras de la Universidad de México: entre estudiantes y doctores”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 33.

La enseñanza más allá de la universidad…

La universidad tuvo el monopolio del otorgamiento de los grados, pero no el de la enseñanza. La existencia y el aumento de las instituciones que ofrecían estudios en filosofía nos permiten conocer el panorama educativo novohispano. La procedencia educativa de los graduados permite construir una regionalización de los colegios, conventos y seminarios en los que los futuros bachilleres adquirían los conocimientos necesarios para obtener el grado. Son tres las regiones en las que existieron colegios de los que provenían los graduados, que coinciden con la importancia de las ciudades en las que se fundaron. Sin embargo, estas regiones no necesariamente coinciden con la división administrativa de las Audiencias, lo que demuestra que estudiar los fenómenos sociales a partir de nuevos elementos contribuye al conocimiento de las relaciones entre las distintas ciudades que pueden llegar a conformar zonas o regiones muy diferenciadas unas de otras.

En cuanto al tipo de instituciones que se encuentran en las distintas regiones, destacan los colegios jesuitas sobre el resto de las instituciones, algunas de ellas fundadas desde el siglo XVI. También es notoria la presencia de los seminarios tridentinos, creados para formar al clero secular, que tuvieron una presencia importante en esta geografía de corporaciones de las que provenían los bachilleres en artes.

ADRIANA ÁLVAREZ SÁNCHEZ

Tomado de: “La población de bachilleres en Artes de la Universidad mexicana (1701-1738)”, en Enrique González González, Mónica Hidalgo Pego y Adriana Álvarez Sánchez (coords.), Del aula a la ciudad. Estudios sobre la universidad y la sociedad en el México Virreinal, pp. 52-53.

La certificación de cursos

Los alumnos que buscaban un grado de bachiller en cualquier facultad debían estudiar en las aulas universitarias; no obstante, para los estudiantes de los colegios y seminarios diocesanos, este requisito no podía ser cumplido, por lo que la universidad estableció que, para que éstos pudieran graduarse, debían presentar probanzas de cursos que habían ganado y se le permitía realizar su examen para grado de bachiller.

La certificación era un documento —utilizado tanto para los alumnos de la Universidad como para aquellos foráneos— mediante el cual se certificaba que un alumno había tomado determinado curso o cursos. Presentándolo el estudiante mostraba los cursos que había ganado y se le permitía realizar su examen para grado de bachiller.

MÓNICA HIDALGO PEGO

Tomado de: “Los colegiales novohispanos y la Real Universidad de México. 1732-1757”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 94.

El valor de las cátedras universitarias

Evidentemente, el valor de las cátedras no estaba cifrado en su paga. Como más adelante veremos, en realidad eran un importante medio de promoción para arribar a las altas jerarquías de la Real Audiencia, la Inquisición, los cabildos catedralicios, y aun los obispos.

En términos meramente académicos, el ser catedrático reportaba la admisión a la élite que los doctores formaban en el seno de la corporación: se adquiría el derecho de voz y voto en los claustros plenos y de diputados; además —en el caso de los catedráticos de Artes, Teología y Medicina— se formaba parte del grupo de examinadores de los grados de bachiller por suficiencia. Es decir, ser catedrático significaba la plena participación en el gobierno y la política universitaria, de ahí que los doctores que contaban con antecedentes en el estudio hicieran de las cátedras un coto privado del que los bachilleres casi nunca podían participar.

LETICIA PÉREZ PUENTE

Tomado de: “Las cátedras de la Universidad de México: entre estudiantes y doctores”, en Leticia Pérez Puente (coord.), De maestros y discípulos. México. Siglos XVI-XIX, p. 35.